Despertó incómoda y azorada, sintiendo ese malestar indefinido que resultaba de lo pobre que había sido su descanso. Ya no era insomnio, pero de todos modos, día sí, y día también, había “algo” que se interponía entre su fatiga y la paz del reposo bueno. ¿Sería sonámbula?
No tuvo tiempo de lamentarse mucho: la tranquilidad del crepúsculo se quebrantó de pronto con el ruido de pasos en el corredor. El pesado ritmo del andar de la abadesa puso alas a sus movimientos, que se volvieron nerviosos y apurados. Aquella formidable monja de seguro venía a ver, con su vista de águila, si la grasa que empañaba los cristales seguía ahí, o había desaparecido.
Trastabillando, apresurándose, consiguió llegar al lavadero, donde los recuerdos la golpearon como un mazazo. El pilón de piedra, el cepillo, el agua, el jabón. Esa pastilla de jabón café. Los hábitos y las costumbres de la limpieza, que en esa casa conventual se cumplían a rajatabla, hiciera el tiempo que hiciera.
Si tan sólo lograse percibir de nuevo los aromas. Si tan sólo pudiera sentir aquella fina espuma. Impaciente y ansiosa, intentó atraparla. Las burbujas permanecieron intactas cuando su mano las atravesó. Desesperando de nuevo, trató de asir el cepillo. Las cerdas se opacaron un instante, antes de refulgir nuevamente.
En el corredor, los pasos de la abadesa se alejaban en un murmullo cada vez más imperceptible. Cerca del lavadero, una pareja de palomas llegaba a instalarse en el bordillo de la pared, para pasar la noche. El sonido del batir de sus alas la devolvió a su realidad: la muerte.
El marasmo de recuerdos era, una vez más, un exorcismo que su espíritu hacía de su propio pasado; un proceso para soltar las amarras que la mantenían atada a su anterior existencia. ¿Que importaba una costumbre más, un hábito menos? ¿Un cristal con grasa? Ella ya estaba más allá de esas necesidades, al haberse convertido en una esencia etérea que flotaba al viento, y cuyas acciones materiales pertenecían al pasado. Tal vez, y sólo tal vez, serían un recuerdo en la mente de aquellos que hoy, como en cada Día de Muertos, la traerían a su conversación.
Autor: Beatriz Maruri Aguilar