sábado, 27 de julio de 2024

11. Entro a casa

(Por la Vieja Enrebozada)

 11. Entro a casa. Dejo el bolso, deposito la llave sobre el aparador, y escucho una voz:

- ¡No vengas!

La puerta del baño está entreabierta y bloquea el último tramo del pasillo, de donde proviene la voz que repite:

- ¡No vengas!

Aparentando absoluta tranquilidad, contesto para tantear la situación.

- ¿Está todo bien, Pa?

- Pues…

- ¿Estás lastimado?

- Pues…

“Pues” es una palabra ambigua y es mejor que me entere de lo que pasó.

- Papá, voy a pasar.

Con precaución, empujo la puerta que obstruye la visibilidad. Es entonces cuando lo encuentro tendido en el suelo, completamente acostado. Por un extraño instante, me hace pensar en Tutankamón.

- No quería que te preocuparas, por eso no quería que vinieras…

Como puedo, lo ayudo a incorporarse. Poco a poco, entre ambos, lo vamos desplazando. Parece un enorme cangrejo. Alcanzamos la cama y conseguimos que se siente ahí. Se contempla al espejo que tiene enfrente y se dice, por lo bajo:

- Pendejo.

Ya enfrentaremos la espera en urgencias, los ajustes a la rutina, la búsqueda de una nueva estabilidad. Por lo pronto, escucharlo siendo él me tranquiliza, a pesar de la escena.

Tengo cuarenta y ocho años. Papá tiene noventa y dos. Hace tiempo que soy responsable de su bienestar.

 

viernes, 13 de noviembre de 2020

Día de Muertos

Despertó incómoda y azorada, sintiendo ese malestar indefinido que resultaba de lo pobre que había sido su descanso. Ya no era insomnio, pero de todos modos, día sí, y día también, había “algo” que se interponía entre su fatiga y la paz del reposo bueno. ¿Sería sonámbula?

No tuvo tiempo de lamentarse mucho: la tranquilidad del crepúsculo se quebrantó de pronto con el ruido de pasos en el corredor. El pesado ritmo del andar de la abadesa puso alas a sus movimientos, que se volvieron nerviosos y apurados. Aquella formidable monja de seguro venía a ver, con su vista de águila, si la grasa que empañaba los cristales seguía ahí, o había desaparecido.

Trastabillando, apresurándose, consiguió llegar al lavadero, donde los recuerdos la golpearon como un mazazo. El pilón de piedra, el cepillo, el agua, el jabón. Esa pastilla de jabón café. Los hábitos y las costumbres de la limpieza, que en esa casa conventual se cumplían a rajatabla, hiciera el tiempo que hiciera.

Si tan sólo lograse percibir de nuevo los aromas. Si tan sólo pudiera sentir aquella fina espuma. Impaciente y ansiosa, intentó atraparla. Las burbujas permanecieron intactas cuando su mano las atravesó. Desesperando de nuevo, trató de asir el cepillo. Las cerdas se opacaron un instante, antes de refulgir nuevamente.

En el corredor, los pasos de la abadesa se alejaban en un murmullo cada vez más imperceptible. Cerca del lavadero, una pareja de palomas llegaba a instalarse en el bordillo de la pared, para pasar la noche. El sonido del batir de sus alas la devolvió a su realidad: la muerte.

El marasmo de recuerdos era, una vez más, un exorcismo que su espíritu hacía de su propio pasado; un proceso para soltar las amarras que la mantenían atada a su anterior existencia. ¿Que importaba una costumbre más, un hábito menos? ¿Un cristal con grasa? Ella ya estaba más allá de esas necesidades, al haberse convertido en una esencia etérea que flotaba al viento, y cuyas acciones materiales pertenecían al pasado. Tal vez, y sólo tal vez, serían un recuerdo en la mente de aquellos que hoy, como en cada Día de Muertos, la traerían a su conversación.

 Autor: Beatriz Maruri Aguilar


 

viernes, 30 de octubre de 2020

Calavera perruna.

 Para la manada que llena nuestras vidas de pelos, babas, y alegría.

 A la Muerte el cubrebocas le estorbaba,
y su trémolo vaho, las gafas le empañaba.
Pobrecita Parka! Toda desorientada,
su brújula consultaba.

Con la vista nublada,
los números le bailaban;
y con la mala lectura que tomó,
en El Cucurucho, aterrizó.
 
Quince rabos la esperaban,
quince rabos se agitaban.
- ¡Qué bonita manada me voy a llevar!
veré con cual de todos he de comenzar.

-Este chaparro está muy orejón,
y a mi bolsa lo meteré de un jalón.
Ella no se dio cuenta
que más rápido fue Don Pilón:
con un movimiento de orejas,
un fémur le desprendió.
 
Quedó la Muerte coja,
pero no se desanimó:
- ¡Con este greñudo grisáceo,
mi desquite me doy!
Pero Teddy, dando giros y giros,
peroné y tibia le soltó.
 
- ¡Guaguatos irrespetuosos!,
la Parka se enojó.
- ¡A este rojito lo agarro,
y me lo trueno de sopetón!
Pero el Rosso, con ágil brinco,
el esternón le quebró.

Medio desarmada y torcida,
la Calaca no se daba por vencida;
y al ver a una guaguata flaquita,
cobró ánimos diciendo:
- ¡Esta huesuda es de las mías!
Pero Nanuuk, con grácil movimiento,
zafóse de la Flaca, que mostró gran descontento.
 
Bolik y Goyu están recién llegados,
y con tanto alboroto, desconfiaron.
Viendo tantos güesos andando,
en un rincón se agazaparon;
cuando cerca les fue llegando,
como cohetes se le abalanzaron.
Brincaron encima de ella,
la tumbaron con sus patas,
y del porrazo la dejaron quieta.
Fue entonces que aprovecharon
pa’ merendarse falange, falangina, falangeta.

- ¡Déjenme tantito! -dijo el Chester-,
que los omóplatos ya se me antojaron
Y alcanzando al Esqueleto, cojo y desmembrado,
las fauces en sus espaldas le fue encajando.

Tucita y Doña Teya la estaban esperando,
pues sus malas intenciones
ya habían adivinado.
Y como buen equipo,
que en armonía está actuando,
a la Muerte mordieron las costillas,
y la dejaron aullando.

Creyendo que la había librado,
la Flaca preparaba la huida;
y dando un traspié tras otro,
se enfilaba a la salida.
Cuál no sería su pesadilla,
al ver seis hociquitos dentados,
seis colitas alegres que se movían.
Seis hermanitos, la pequeña jauría,
en conciliábulo se reunía.

Entre ellos comentaban que,
aunque desmembrada ya venía,
si hacían con cuidado el reparto,
para todos alcanzaría.
 
Cúbito y radio para Don Balto;
para Rigel, el íleon;
vertebritas para Falcor.
Para Coyolli, el isquion;
para Yoshime, metatarsos;
y como premio a su paciencia,
Capitana Mushka se llevó el cráneo.

¡Qué día tan aciago!
Para la Calaca fue tan malo,
que acabó rumiando su experiencia,
diciéndose a sí misma:
- ¡Parka zonza, dónde diablos te metiste!
Aprende bien la lección:
un esqueleto no tiene chance
donde los perros tienen bastión!  
 
La manada recuerda con gusto
aquella tarde de otoño,
en que comieron tantos huesitos,
y otros enterraron en un hoyo;
un atracón se dieron,
sin darse cuenta plena
que en el año de la pandemia,
a la Huesuda vencieron.

Por Beatriz Maruri Aguilar, en los Días de Muertos de 2019 y 2020.