jueves, 10 de marzo de 2016

El aguamanil, ese bello acompañante.

Dedicado al Rancho San José.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define al aguamanil como un “Jarro con pico para echar agua en la palangana o pila donde se lavan las manos, y para dar aguamanos”. También acepta esta otra acepción: “Palangana o pila destinada para lavarse las manos”. En mi imaginario infantil, yo siempre concebí al aguamanil como el conjunto de ambas piezas, la jarra de asa alta y la palangana amplia, de cerámica vidriada, colocados discretamente en su base de herrería, al fondo del pasillo, con una toalla limpia colgando y la pastilla de jabón dispuesta en su platillo.
Ahora bien, la primera página de una libreta de tapas rojas que tengo en mi mesilla de noche tiene anotada una lista de palabras que me gustan. “Aguamanil” es una de ellas. Tiene un sonido armónico (aguama-nil), que me parece está en consonancia con lo que representa. Uno pronuncia la palabra y siente como sus vocales y consonantes fluyen, refrescan y confortan.
El vocablo “Aguamanil” me traslada a algunos momentos de mi infancia, en estancias breves en un hermoso casco, propiedad de familia querida. Tal vez por eso siento que esta palabra lleva encerradas en sus cuatro sílabas las costumbres de las familias de antes, cuyas casas a veces contaban solamente con una toma de agua en el exterior o cuando mucho, en la cocina. Pronuncio “aguamanil” y siento el cariño de los anfitriones que llevaban este sofisticado accesorio a la habitación del huésped como parte de los pertrechos para hacerla acogedora, tal vez junto con una gruesa vela en un candelero de bronce, una lámpara de aceite y cuidadas cobijas con aroma de encierro. Recuerdo el sosiego de las noches en el campo, solamente interrumpidas por el murmullo de algún insecto y por los ruidos discretos de alguien que se levantaba a atender alguna necesidad. Atisbo el recato de las anfitrionas, las señoras de la casa, que a la mañana siguiente cubrían la palangana con un paño limpio y almidonado, para llevarla así velada a verter su contenido en algún rincón secreto.
La evocación me ha producido unas enormes ganas de, algún día, tener el mío en la esquina de la recámara que comparto con mi esposo, como un hermoso detalle decorativo -las casas deben de ser bellas! y esto no quiere decir que deban ser lujosas-, evocador de tiempos pasados, remembranza de todas esas hermosas sensaciones de los días familiares…y estoy segura, también, servicial para ahorrar algo de agua en las abluciones matutinas.

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