8. El ambiente de la habitación es frío, pero el frío que
tengo en el alma es el que me está calando. La voz del médico me da una
indicación tras otra. Las horas de oxígeno, los medicamentos inhalados, los
antibióticos. Los diuréticos. Los malditos diuréticos. Los medicamentos anti
fúngicos. Los cuidados generales, las posibles complicaciones. El número telefónico,
disponible ante una emergencia. En su silueta, en su gesto, en su tono, adivino
su apuro por abandonar la habitación y seguir atendiendo a su lista de
pacientes.
En el borde de la cama, la breve silueta de Mamá,
conectada a esos tubos que ahora la ayudan a respirar, es el punto en el cual
el cielo se me está juntando con la tierra. Es el sitio donde suelo anclarme,
súbitamente convertido ancla asida a mí. Procuro hilar mis ideas, procuro
imprimir alguna intención a mis movimientos, y al mismo tiempo, lidiar con la
opresión que siento en el pecho y con el hueco que tengo en el estómago. Un
ruido suave me hace volver la cabeza. Es la puerta, nuevamente.
Envueltos en una bolsa de papel estraza, usada y arrugada,
vienen los varios miles de pesos que nos restan por pagar para abandonar el
hospital y llevarnos a nuestro frágil y amado tesoro de vuelta a casa. No supe
en qué momento lo hizo, pero fue y vino solo por las calles frías, húmedas y
lluviosas, con ese cargamento a cuestas.
Papá deja el paquete en la mesilla de la habitación y
se aproxima a la cama.
-Cielito- le dice. Como tantas veces.
Una débil sonrisa se dibuja en la faz de ella, al reconocerlo.
-Gordo- le dice. Como tantas veces.
Otra vez soy testigo. Del amor, en ese instante.
Tengo treinta y ocho años.
Papá acaba de cumplir ochenta y dos. Estamos deslizándonos irremediablemente
hacia uno de los vórtices de nuestras vidas. No vamos a salir incólumes.
(De la Serie "Diez instantes con mi Padre". Escrito por Beatriz Maruri Aguilar)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario